miércoles, 1 de abril de 2020

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NACHO (1)

IX
EL ÁNGEL QUE PERDIÓ LAS ALAS

<<En el mundo de Gabriel Semyazza los esbozos de la Pintura Negra comenzaron a trazarse el día de su primer sollozo; una fría noche que databa el 12 de abril de 1971. Años más tarde su madre le confesó que, coordinado con su venida al mundo, un gran dragón rojo surcó la bóveda nocturna, arrastrando consigo mil estrellas y arrojándolas a la Tierra. Gabriel jamás pudo ver ese cometa que se desangraba en una larga cola escarlata, pero durante muchos años se dejó cautivar por él, intentando adivinar su significativo augurio. Con una existencia triste y deslucida como la suya a menudo soñaba con la idea de que, tal vez, era una especie de mesías anunciado por la profecía de alguna religión. Con el paso de los años desechó aquella idea. Él era el Anticristo.>> 

* * *

<<Antes del embarazo de Gabriel, la señora Aurora Saligia, dueña de miseria y víctima del tempus fugit manriqueño, malvivía aferrada a su porte gris y seductor deje italiano. Con la treintena asomando, la belleza se le escapaba con cada suspiro y la promesa de un marido adecuado se aproximaba al desvanecimiento. Sobre su origen recaía un sinnúmero de rumores y ninguno prevalecía más que otro. En lo único en lo que todas las malas lenguas coincidían era que Aurora Saligia no poseía capital alguno ni familia. Ella no lo negaba. Cuando era niña aprendió de su madre Nannina que guardar silencio en lo referente a su patria o ascendencia le desviaría de muchas complicaciones allá donde fuera. Aurora siempre asimiló todas las enseñanzas que se le impartía con asombrosa destreza. La joven Saligia era consciente de que, si no maduraba pronto, el inhumano y cruel marco histórico que le había tocado vivir podría con ella. En aquellos primeros años de la década de los 40 Europa se hallaba sumida en una guerra interminable de sangre y terror. Soldados combatían y morían por causas grandiosas que apenas alcanzaban a comprender. Aurora llegó al mundo escasos meses antes del estallido del conflicto bélico, hija de Nannina y Francesco de Saligia, un poderoso magnate cuya estirpe cayó en desgracia cuando los Saligia, antigua y potentada dinastía asentada en el Reino de las Dos Sicilias y devota aliada de la monarquía regente, una rama menor de los Borbones españoles, fue desterrada, junto al soberano Francisco II de Borbón-Dos Sicilias, por la conquista de Giuseppe Garibaldi en 1860, anexionando Sicilia al reino de Italia al año siguiente. A través de paciencia y maestría Francesco Saligia logró escalar peldaños dentro del régimen de Mussolini hasta ocupar un significativo cargo que le enriqueció de autoridad. El gran poder que su apellido había encarnado tiempo atrás se restauró y pronto regiría como patriarca de su poderoso clan familiar como lo hicieron antaño sus antepasados Carlo de Saligia, apodado el Diamante Negro -en honor a su posesión más preciada, una joya gemela del Korlof Noir que plasmó en su blasón familiar, un diamante negro sobre campo de gules-, hijo de Gerardo II de Saligia el Glorioso y abuelo de Fabrizio el Joven, hermano heredero de Bernardo el Atrevido. Sin embargo, el propósito de Nannina descaminaba el de su marido. Ella aborrecía ahogar a su querida hija en maquinaciones políticas y familiares que la despojarían de toda identidad. En el pasado Nannina sufrió una niñez hostigada por la importancia de su apellido Coeli y prometió que Aurora Saligia jamás soportaría lo que ella toleró. En 1942 madre e hija partieron a la búsqueda de un nuevo inicio en una Europa extraña y hostil. Durante años la recorrieron sin rumbo ni hogar. Hubo un tiempo en que Nannina creyó que su esposo las estaría buscando por todos sus escondites, pero el viento de la guerra avecinaba cambio en su rumbo y los italianos tendrían otros problemas por los que preocuparse. Francesco Saligia, informaba un viejo recorte que Nannina ojeó un día, fue ejecutado por miembros de la Resistencia italiana el 7 de marzo de 1945, tras la caída de Mussolini y la República Social Italiana, siendo mutilado y desfigurado su cadáver hasta tal extremo que su rostro resultó casi irreconocible. La lectura de la crónica apenas le subió el pulso.
>>Ocho años después llegaron a España. Fue allí donde Nannina comenzó a morir de recuerdos. Durante meses lidió por sobreponerse a las remembranzas que envenenaban su corazón para no abandonar a su querida hija tan pronto. Cuando la parca llegó más temprano que tarde, Aurora Saligia se encontró desamparada en un país desconocido. Los primeros años fueron muy duros y hubo un tiempo que pensó en quitarse la vida, pero la ingratitud a la memoria de su madre la detenía. Su belleza nunca pasó desapercibida para los magnates del Régimen que codiciaban poseer todo aquello que se proponían, incluido las carnes de una mujercita que ni acariciaba las 16 primaveras. En cada ciudad por la que marchaba a la procura de trabajo recibía propuestas matrimoniales de poderosos barones y la tentación de gozar una vida acomodada siempre existió. Con todo, Nannina había guerreado por la libertad de Aurora y acceder a esos casamientos era renunciar a su eterna lucha. Así, la joven Saligia vivió permanentemente instigada por el sacrificio de su madre.
>>Desgranaba el verano de 1970 cuando la señora Aurora Saligia conoció a Iddio Semyazza frente a la puerta de San Froilán en la catedral de León. Ella regresaba de su tradicional paseo por la Calle Ancha mientras contemplaba en silencio familias enlazadas por la alegría de sus retoños, recapacitando que para ser feliz sólo necesitaba poseer hijos a los que brindar de amor. Él gustaba su habitual taza de café con vistas a la domus dei después de cada sesión semanal con su psiquiatra, el doctor Dantalion Retcel. Encendida con el sol de la tarde, semejante al impresionismo de Claude Monet plasmado en la ciudad de Ruan, la catedral de León fue testigo de su primera conversación. Aurora le habló de su trabajo como modelo en una fábrica textil de la ciudad y puntualizó ciertas pinceladas acerca de su origen italiano. Iddio Semyazza, por contra, reseñó que en sus visitas al doctor Retcel, que corrían por sugerencia de Rigau Batlle y Jorge el Salvador, unos viejos conocidos suyos, trataba de aplacar las constantes pesadillas que le hostigaban fruto de sus terribles experiencias en la Posguerra. A ojos de Aurora Saligia, el señor Iddio Semyazza se reveló como un individuo inteligente y falto de nerviosismo, con una mirada que atesoraba malicia y una excepcional capacidad verbal con la que descubrió su autoestima, quizá algo exagerada, además de su actitud impulsiva. Se presentó también como alguien solitario y con fácil tendencia al aburrimiento. Arrastraba dos matrimonios de corta duración por acusaciones de promiscuidad hacia su persona. Lo último que confesó resultó ser su clara falta de metas realistas a largo plazo, pero aquellos datos no lo hicieron acaso más irresistible para Aurora. Durante el crepúsculo de aquella noche las palabras sinceras derivaron en gemidos intensos. El sexo concluyó el día en que los hilos de la diosa Fortuna entrelazó sus porvenires. Siete meses más tarde, con un hijo a la espera, se casaron en la iglesia de Santa Ana en León. Aquel fue el peor de sus errores.
>>Apenas salvadas cinco semanas del nacimiento de Gabriel Semyazza Saligia, coincidiendo con luna llena, Iddio regresó a su hogar tras la consulta periódica con el doctor Dantalion Retcel en un estado que rozaba el terror. Manos temblorosas y pálido rostro. No hubo tiempo para que Aurora averiguase qué sucedía. Sin ofrecer explicación alguna, Iddio Semyazza arrojó al fogón sus diarios, documentos y correspondencia particulares y ordenó a su mujer disponer una maleta con lo indispensable para abandonar la ciudad esa misma noche con la intención de no regresar jamás. Algo realmente grave sucedía. Sin pausa ni aliento y muerta de miedo, ella obedeció. Pocas horas antes del alba, la familia abandonó el hogar ocultados por la oscuridad nocturna. Abrigada por el llanto, Aurora Saligia apenas pudo enviar una última mirada al domicilio antes de oír un rumor en la distancia. Dos faros de un par de coches se aproximaban hacia la casa, situada a las afueras del Barrio del Paraíso, al este del río Bernesga. Apagaron los focos, pusieron la palanca de cambio en punto muerto y cerraron el contacto. Rodaron hasta llegar al pórtico del hogar con el repiqueteo de la gravilla en los neumáticos como único eco en el silencio. Los coches se detuvieron con el freno de mano y cuatro agentes blandiendo fusiles emergieron de ellos. El quinto era el cabecilla; un basilisco pertrechado con ojos de rapaz que lo escrutaban todo con voracidad depredadora. En la gabardina negra en la que iba enfundado portaba la placa con su nombre. Golijat, se llamaba. Antonio Serrano Golijat. Con la brasa de su cigarro encendida, se plantó frente a la puerta. Sus lacayos equipados con una estudiada mirada de desprecio, detrás.
>>-Nos volvemos a ver, Semyazza –escupió Golijat.
>>Aurora no logró ver más. Iddio Semyazza la espabiló de su estancamiento apresurándola para dejar atrás el lugar. Al abrigo de calles oscuras y desiertas se abrieron paso sin tregua hasta llegar a la estación de ferrocarril. El último tren de la noche aguardaba en el andén su salida. Aurora entró con su hijo en brazos en uno de los solitarios vagones mientras su marido adquiría los billetes. Al poco regresó con ellos y con el corazón en un puño la familia esperó durante un cuarto de hora a que la locomotora se pusiese en marcha. Parecía que jamás iba a suceder el milagro cuando el tren comenzó a deslizarse por la vía alejándose de la ciudad de León con un rumor fatigado.
>>El trayecto fue largo y cansado. Mientras Gabriel Semyazza dormía, Aurora Saligia exigió a su marido que confirmase si el hombre que visitó su domicilio era el mismo Antonio Serrano Golijat que diariamente ocupaba una entradilla de honor en los periódicos a raíz de sus bienaventuradas hazañas en honor a España. Deseaba desesperadamente que lo negase. El coronel Golijat, destacado miembro de la Brigada Político-Social y mano derecha de Billy el Niño, era un huérfano de la Guerra Civil que se había iniciado en la beligerancia con la División Azul sumando 18 años y que además había combatido en la Batalla de Berlín. Su tarea en los días del Régimen consistía en reprimir cualquier movimiento de la oposición al franquismo como el Comunismo o la Masonería, entre otros. Aurora se lo preguntó de nuevo. Iddio Semyazza la observó fijamente.
>>-Sí. Lo es.
>>Desesperada, ella rogó una explicación y él le indicó, sin aparente remordimiento, que no le había revelado todos sus secretos. Los hechos de su vida pasada antepuestos a 1966 se hallaban eclipsados, confusos, y ni él mismo los lograba esclarecer de manera precisa. Según parecía, todos los eventos anteriores a esa fecha se desvanecieron de su mente, como si hubieran entrado en desuso por algún motivo que él no conseguía recordar. Le dijo que, recién cumplida Iddio Semyazza la mayoría de edad en el año 67, Antonio Serrano Golijat, en aquellos días todavía teniente coronel, le condenó a prisión por evidente psicopatía. Al menos eso alegaba Golijat sobornado por una poderosa familia que le ansiaba encerrado por asuntos ideológicos. Iddio no era más que una víctima. En la cárcel de Carabanchel, continuó, amistó con un tal Jorge de apellido vasco y que más tarde se ganaría el apodo de Jorge el Salvador, y Rigau Batlle. Semyazza confirmó que eran los mismos que le recomendaron ir al psiquiatra por sus sombríos e insanos deseos de venganza contra la familia que le había inculpado de psicopatía. Por el espacio de un año idearon juntos un plan de fuga que culminó con relativo éxito y que separó sus caminos para siempre. Huérfano de la maldad humana y desamparado en una España maldita, Iddio tan sólo existía para con su sentimiento de venganza. Se dejó abrigar por aquella emoción, señaló, hasta el punto casi de perder la razón. Corrompido y resguardado en su propia oscuridad, ejecutó su venganza en el Año Nuevo de 1970. Ningún miembro de la familia sobrevivió a la masacre. Aseguró que la peor parte la sufrió el patriarca de la estirpe, un varón de la rancia Europa que sostenía ser descendiente milenario del linaje de Alejandro Helios, hijo de Marco Antonio y Cleopatra VII. Su cadáver se halló atravesado por la espada con la que, según sus propias afirmaciones, Marco Antonio se había desposeído de la vida. En su extremidad superior mordeduras de serpiente. Lo más lóbrego, sin embargo, residía en la exhibición de su cuerpo; una suerte de macabro tapiz en el que el patriarca aparecía personificado como un gran sol en el centro de la habitación. Inmovilizado a través de garfios oxidados que el tiempo había teñido de color mortecino y que se hundían en la carne de cada una de sus extremidades sangrantes, los aparentes rayos de sol eran láminas de cobre atravesando su cráneo, expuesto sobre un gran lienzo azul cielo, referencia clara a su apellido. Iddio Semyazza, carente de culpabilidad o de cualquier tipo de remordimiento, evadió a la guardia civil y se asentó en la ciudad de León consciente de que el coronel Golijat no descansaría hasta verle ajusticiado. En León estrechó lazos con el doctor Dantalion Retcel, un individuo educado, inteligente y de exquisito gusto que paseaba con orgullo su sello narcisista. Experto en su materia, floreció entre ellos un retorcido apego recíproco. A partir de entonces sus sesiones al psiquiatra fueron semanales, siempre asistidas por una copa de Château d’Yquem en los labios del doctor Retcel y el aliento del Réquiem de Mozart flotando en el aire. En una de las consultas, Semyazza reveló que lejos del arrepentimiento por sus actos, en verdad ansiaba matar de nuevo. El psicópata que todo el mundo aseguraba que era, finalmente veía la luz. Su última sesión se basó en dos noticias. Con la primera el doctor Retcel le declaró su reciente condición como padre sobre un hijo de igual nombre. En la segunda le advirtió de la llegada del coronel Antonio Serrano Golijat a la ciudad. De lo ocurrido a continuación Aurora ya era protagonista.
>>-Esta es mi historia –dijo él con calma.
Aurora Saligia, que no daba crédito a lo que acababan de escuchar sus oídos, se levantó en silencio, su hijo en brazos. Su marido la quiso abrazar pero ella no le dejó. Se fue alejando con pasos cortos y en la siguiente estación se bajó del tren, en La Coruña.
>>-Te quiero, Aurora –dijo Iddio Semyazza desde el vagón-. Te lo prometo.
>>-No te mereces ser amado –sentenció ella-. No te mereces nada.
>>Se dio la vuelta y se alejó sin volver la vista atrás.>>

* * *

<<Dos largos años transcurrieron hasta el nuevo encuentro entre el señor Semyazza y su esposa Saligia. Aurora y su hijo se habían establecido en la ciudad de La Coruña donde ella trabajaba en la industria textil durante las horas del día. Regresaba a su hogar con la caída de la noche. Antes de acostarse siempre le regalaba gustosas horas de lectura a su querido Gabriel con obras de Julio Verne para que su mente, todavía bendita, se entregase a la imaginación. Los domingos eran sus días de descanso. Salían temprano de casa serpenteando la costa de Punta Paredes, fronteriza a Illa Aguión y sus dos hermanas Illa do Pé e Illa do Vandabal, hasta que las últimas luces de la tarde se rendían al crepúsculo. Fue en una de aquellas caminatas en febrero de 1973 cuando la señora Saligia advirtió la silueta de Iddio recortándose en el horizonte con la mirada ausente en el océano. Al eco de los pasos de Aurora y Gabriel, Semyazza se volvió, una sonrisa triste en los labios y el peso de un mundo entero sobre él. Los exiguos rayos de sol que se filtraban a través de las negras nubes revelaron su figura. Pedazos de su piel pendían a jirones como corteza exterior de eucalipto. Allí donde uñas y dientes le habían abandonado sólo existía despojos de sangre reseca. Una película de sudor frío enmarcaba un rostro hundido y unos ojos semiciegos de bruma. Años después Gabriel Semyazza evocaría la figura de su padre como un vivo diorama de Mark Powell. 
>>-Me estoy muriendo, Aurora –dijo Iddio con la paz de quien ya ha sucumbido.
>>Con la caída de la noche, un cielo negro y sin estrellas, Iddio Semyazza narró sus dos años de ausencia. Explicó que nunca perdió el contacto con el doctor Dantalion Retcel y extendieron sus sesiones a una relación epistolar. Se prometía cada madrugada, con el resplandor del lucero del alba destellando en el firmamento de tinte aloque, no rastrear a su familia hasta haberse deshecho de cualquier idea psicópata. Mencionó, además, que, a través de cartas escritas y leídas, recibidas y enviadas, psiquiatra y paciente trataron de rescatar los vagos recuerdos antepuestos a 1966. El doctor Retcel le recordaba en su correspondencia que la mente es algo extraordinario a la vez que complejo y no puede recordarse lo olvidado hasta estar uno realmente dispuesto a ello. Por recomendación de su erudito consejero, continuó, acudió en la ciudad de Dijon al consultorio de la doctora Bedelia Chilton, colega de profesión de Dantalion Retcel y, como él, amante del Château d’Yquem. Allí efectuaron varias sesiones de hipnosis regresiva con positivos resultados. Una suma de terribles recuerdos vio la luz. Éstos revelaron la imagen de él mismo rendido sobre un espeso charco de sangre escarlata, los cadáveres de sus tres hermanos, padre y tío a su alrededor. El doctor Retcel le escribió que, en vista de la inculpación de psicopatía que lo internó en prisión en el 67, era muy probable que él mismo hubiera perpetrado ese crimen. En la posdata del escrito le recomendó, asimismo, la lectura de Robert Hare y Hervey Cleckley, cuyas características clínicas referidas en sus trabajos concordaban con las suyas. La ausencia de remordimientos habitual de Iddio Semyazza, sin embargo, no constó en su encuentro con la verdad. Por primera vez la realidad le resultó dolorosa.
>>Era casi medianoche cuando Aurora le preguntó por su salud. Su marido suspiró y afirmó que alguien le había envenenado durante su estancia en Dijon. La señora Saligia sugirió como culpable a Antonio Serrano Golijat, alegando su sed de venganza. Iddio Semyazza, por contra, le dijo que, entre todas las torturas por las que Golijat podría optar, el veneno jamás sería una de ellas. Sonrió y negó. Alguien más le ansiaba muerto y su empresa estaba próxima al éxito.
>>Llovía copiosamente en las primeras horas de la madrugada. Su última noche de sexo resultó fogosa y apremiante. La semilla de Iddio descansaba en el interior de ella. Aurora estaba a punto de sumirse en el sueño cuando su marido le entregó su único testamento con la mirada nublada.
>>-Golijat todavía anhela venganza. –Suspiró-. Os buscará…
>>Con las primeras luces del alba, Aurora despertó y comprobó que su marido no dormía con ella. Sus temores se hicieron realidad. Iddio Semyazza, como Dios, se había ido para no regresar jamás. Un amanecer, seis semanas más tarde, cuando la señora Saligia recibió la noticia de su segundo embarazo, los despojos de un cadáver devorado por tiburones marrajo emergieron en Punta de Adormideiras, inmediata a la playa de Santo Amaro. Aurora nunca vaciló en ponerle rostro al cuerpo.>>

* * *

<<El 29 de septiembre de 1973 Aurora Saligia dio a luz a su segundo hijo y hermano de Gabriel Semyazza, un varón al que habría de bautizar con un nombre derivado del hebreo cuyo significado era <<Medicina de Dios>>, con la esperanza de que todo fuese a mejor a partir de entonces. Se equivocaba. En una cruel ironía del destino el niño llegó al mundo condenado por una enfermedad y un futuro negro como los fondos de Caravaggio.
         >>La sucesión de estaciones avivaron el aumento de deudas y miseria mientras la salud de Aurora se apagaba. Durante el tiempo en que su madre trabajaba, el joven Gabriel le relataba a su hermano historias que él mismo concebía para abrirle camino a un mundo de infinitas puertas alejado de la desalmada realidad. Cuando el Sol se ocultaba por el oeste y el más infante de los Semyazza dormía, Gabriel le preguntaba a su madre porqué Dios se llevaría a su hermano algún día. Nunca obtuvo respuesta ya que a la señora Saligia siempre le faltó voz para contestar.
      >>Resistiendo a su anómala enfermedad, el pequeño Semyazza resultó ser perspicaz e imaginativo como su hermano Gabriel. Un vínculo muy fuerte les unía y pese a las dificultades de sus vidas, la felicidad siempre les sonreía. A la edad de cinco años empezó a interesarse por la invención de historias lúgubres y góticas de cosecha propia que plasmaba en las páginas de un negro cuaderno raído con el apoyo de su hermano. Más concretamente, las narraciones giraban en torno a posesiones demoníacas y ángeles de aspecto maligno que devoraban la felicidad de la gente a su antojo. Pocos días después de cumplir los seis años anunció su gran historia que le llevaría a las bibliotecas y estanterías de todo el mundo: el Malleus Maleficarum. La enfermedad, por su parte, tenía otros planes para él. En apenas un mes, el más infante de los Semyazza fue consumido por su mal entre espantosos dolores y punzadas de rabia y frustración arrastrando consigo amargas lágrimas. Gabriel y Aurora, dejando a un lado sus deberes económicos, permanecieron a su lado hasta el fatal suspiro final.
         >>-Yo escribiré tu historia –musitó Gabriel aferrando su débil mano-. No habrá nadie en el mundo que no conozca tu novela. Te lo prometo.
>>En un alba de bruma y tristeza, nubes de tormenta lapidaban el cielo lacrimoso cuando el joven Semyazza fue enterrado en el cementerio de Santo Amaro entre un bosque irregular de lápidas y mausoleos decorados con flores muertas que miraban al mar y se alzaban sobre un lodazal de barro pegajoso. Desde hacía varias semanas, no paraba de caer una llovizna fría y constante que empapaba la ropa y los rostros de los presentes dispuestos en torno al féretro que habían acudido con marcha pesada a brindar su último adiós y su pésame, palabras huecas que se perderían en la prisión eterna del camposanto. Aquella escena quedaría para siempre grabada en la mente de Gabriel en una espesa y densa trama de colores deslucidos que se deshacían en un torbellino existencialista con la figura de su madre en el centro del angustioso lienzo, con la vista vuelta hacia el cielo en una maldición muda de dolor e impotencia hacia el dios que le había arrebatado a su pequeño.
>>Pocas semanas después, unos días antes de Navidad, la luz de Aurora Saligia se apagó en una depresión por la muerte de su hijo que no llegó a superar. Perdidas las alas, Gabriel descubrió entonces las sombras que habían tejido su destino urdidas por un dios en el que ya no creía, y escuchó la tragedia griega de su vida definida por un tono shakespeariano a merced de las últimas palabras pronunciadas por su madre en su lecho de muerte.>>

Las palabras de Reiyel Aladiah se perdieron en la sombra del viento.
-Esta es su historia, Zoey. La historia de Gabriel Semyazza Saligia, el ángel que perdió sus alas y fue desterrado del cielo. Por supuesto, aquello no fue más que el principio. Gabriel Semyazza no tardó en ser internado en el orfanato donde nos conocimos en la Navidad de 1979 –continuó Reiyel-. Dedicó todos sus años a partir de entonces a consumar la promesa que le hizo a su hermano en lo relativo a concluir la novela que él nunca pudo escribir. El Malleus Maleficarum sería su redención.
            -¿Su redención para qué? –pregunté.
            Reiyel se encogió de hombros y se limitó a considerar sus palabras.
      -Asimismo, Gabriel me confesó que la figura de Antonio Serrano Golijat se le aparecía constantemente en sus pesadillas y apenas le dejaba dormir. Yo le sugerí que, tras tantos años de ausencia, el coronel Golijat ya habría borrado de su memoria la cacería Semyazza. Gabriel, por el contrario, se negó a creerme.
           -¿Por qué?
       -Porque una guerra jamás termina, Zoey –dijo ella-. Quizás desaparezca el hediondo olor a muerte y sangre en el campo de batalla. Quizás acabe el conflicto bélico y se alce un bando vencedor. Quizás se alcance la ansiada paz. Pero todo es un engaño; una enmarañada telaraña tejida de paciencia y maldad con plena noción de su objetivo: ser una trampa mortal. Recelosa pero acuciosa con su búsqueda de firmeza, una mosca se posa en la red desconociendo su cruel destino de ser devorada viva. Metafóricamente hablando, la mosca es la endeble paz; la falsa telaraña, la base en la que se crea; la monstruosa y despiadada araña, el ser humano, que nunca olvida. Tras una cruenta contienda, en ambos bandos perdura un odio recíproco, un deseo de venganza de quién sufre y vive una guerra en sus propias carnes, un sufrimiento que evoluciona al aborrecimiento de quién lo ha perdido todo, un… Los ideales que se defienden en una guerra nunca perecen, Zoey, por eso jamás terminan; son heridas que no llegan a cicatrizar.
Reiyel Aladiah efectuó una breve pausa y su triste mirada se evadió en el eco del silencio. Durante ese tiempo encendió un cigarrillo que dejó morir impoluto en sus dedos. Tras unos minutos de duda, reanudó su crónica.
-Cuando Gabriel terminó de contarme su historia, pesadillas y resquemores, me observó con una mirada de súplica muda en los ojos. Como respuesta, me incliné y rocé sus labios en un fugaz beso varado en una tempestad de sentimientos confusos. Desesperado, Gabriel se echó sobre mí y lloró el nombre de su hermano. Su voz era un susurro. Su voz era de amor y desaliento. Su voz imploraba ayuda. Le abracé para consolarle y le prometí que todo iría bien de ahí en adelante. Estábamos juntos y nada ni nadie nos iban a separar. Fue así cómo se inició nuestro noviazgo y fue así como llegó el principio de nuestro fin.
Un largo silencio se interpuso entre nosotros antes de que Reiyel hablara nuevamente.
-En mi frívola arrogancia llegué a creer que con mi ayuda y la del tiempo, Gabriel Semyazza volvería a ser aquel niño que había sido una vez hacía largos años, cuando nos conocimos en la Navidad de 1979. Lo único que necesitaba era tiempo, me dije aquella madrugada de otoño después de que me relatase las trágicas efemérides de su vida. Algo, sin embargo, estaba sucediendo, Zoey, y no me di cuenta de ello hasta que fue demasiado tarde y se expandió sobre nosotros como tormentoso virus.           

>>El tiempo de nuestra historia se estaba agotando.