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NACHO (1)
IX
EL ÁNGEL QUE PERDIÓ LAS ALAS
<<En
el mundo de Gabriel Semyazza los esbozos de la Pintura Negra comenzaron a
trazarse el día de su primer sollozo; una fría noche que databa el 12 de abril
de 1971. Años más tarde su madre le confesó que, coordinado con su venida al
mundo, un gran dragón rojo surcó la bóveda nocturna, arrastrando consigo mil
estrellas y arrojándolas a la Tierra. Gabriel jamás pudo ver ese cometa que se
desangraba en una larga cola escarlata, pero durante muchos años se dejó
cautivar por él, intentando adivinar su significativo augurio. Con una
existencia triste y deslucida como la suya a menudo soñaba con la idea de que,
tal vez, era una especie de mesías anunciado por la profecía de alguna
religión. Con el paso de los años desechó aquella idea. Él era el
Anticristo.>>
* * *
<<Antes
del embarazo de Gabriel, la señora Aurora Saligia, dueña de miseria y víctima
del tempus fugit manriqueño, malvivía
aferrada a su porte gris y seductor deje italiano. Con la treintena asomando,
la belleza se le escapaba con cada suspiro y la promesa de un marido adecuado
se aproximaba al desvanecimiento. Sobre su origen recaía un sinnúmero de
rumores y ninguno prevalecía más que otro. En lo único en lo que todas las
malas lenguas coincidían era que Aurora Saligia no poseía capital alguno ni
familia. Ella no lo negaba. Cuando era niña aprendió de su madre Nannina que
guardar silencio en lo referente a su patria o ascendencia le desviaría de
muchas complicaciones allá donde fuera. Aurora siempre asimiló todas las
enseñanzas que se le impartía con asombrosa destreza. La joven Saligia era
consciente de que, si no maduraba pronto, el inhumano y cruel marco histórico
que le había tocado vivir podría con ella. En aquellos primeros años de la
década de los 40 Europa se hallaba sumida en una guerra interminable de sangre
y terror. Soldados combatían y morían por causas grandiosas que apenas
alcanzaban a comprender. Aurora llegó al mundo escasos meses antes del
estallido del conflicto bélico, hija de Nannina y Francesco de Saligia, un
poderoso magnate cuya estirpe cayó en desgracia cuando los Saligia, antigua y
potentada dinastía asentada en el Reino de las Dos Sicilias y devota aliada de
la monarquía regente, una rama menor de los Borbones españoles, fue desterrada,
junto al soberano Francisco II de Borbón-Dos Sicilias, por la conquista de
Giuseppe Garibaldi en 1860, anexionando Sicilia al reino de Italia al año
siguiente. A través de paciencia y maestría Francesco Saligia logró escalar
peldaños dentro del régimen de Mussolini hasta ocupar un significativo cargo
que le enriqueció de autoridad. El gran poder que su apellido había encarnado
tiempo atrás se restauró y pronto regiría como patriarca de su poderoso clan
familiar como lo hicieron antaño sus antepasados Carlo de Saligia, apodado el
Diamante Negro -en honor a su posesión más preciada, una joya gemela del Korlof
Noir que plasmó en su blasón familiar, un diamante negro sobre campo de gules-,
hijo de Gerardo II de Saligia el Glorioso y abuelo de Fabrizio el Joven,
hermano heredero de Bernardo el Atrevido. Sin embargo, el propósito de Nannina
descaminaba el de su marido. Ella aborrecía ahogar a su querida hija en
maquinaciones políticas y familiares que la despojarían de toda identidad. En
el pasado Nannina sufrió una niñez hostigada por la importancia de su apellido
Coeli y prometió que Aurora Saligia jamás soportaría lo que ella toleró. En
1942 madre e hija partieron a la búsqueda de un nuevo inicio en una Europa
extraña y hostil. Durante años la recorrieron sin rumbo ni hogar. Hubo un
tiempo en que Nannina creyó que su esposo las estaría buscando por todos sus
escondites, pero el viento de la guerra avecinaba cambio en su rumbo y los
italianos tendrían otros problemas por los que preocuparse. Francesco Saligia,
informaba un viejo recorte que Nannina ojeó un día, fue ejecutado por miembros
de la Resistencia italiana el 7 de marzo de 1945, tras la caída de Mussolini y
la República Social Italiana, siendo mutilado y desfigurado su cadáver hasta
tal extremo que su rostro resultó casi irreconocible. La lectura de la crónica
apenas le subió el pulso.
>>Ocho años después llegaron a España. Fue allí donde Nannina
comenzó a morir de recuerdos. Durante meses lidió por sobreponerse a las
remembranzas que envenenaban su corazón para no abandonar a su querida hija tan
pronto. Cuando la parca llegó más temprano que tarde, Aurora Saligia se
encontró desamparada en un país desconocido. Los primeros años fueron muy duros
y hubo un tiempo que pensó en quitarse la vida, pero la ingratitud a la memoria
de su madre la detenía. Su belleza nunca pasó desapercibida para los magnates
del Régimen que codiciaban poseer todo aquello que se proponían, incluido las
carnes de una mujercita que ni acariciaba las 16 primaveras. En cada ciudad por
la que marchaba a la procura de trabajo recibía propuestas matrimoniales de poderosos
barones y la tentación de gozar una vida acomodada siempre existió. Con todo,
Nannina había guerreado por la libertad de Aurora y acceder a esos casamientos
era renunciar a su eterna lucha. Así, la joven Saligia vivió permanentemente
instigada por el sacrificio de su madre.
>>Desgranaba el verano de 1970 cuando la señora Aurora Saligia
conoció a Iddio Semyazza frente a la puerta de San Froilán en la catedral de
León. Ella regresaba de su tradicional paseo por la Calle Ancha mientras
contemplaba en silencio familias enlazadas por la alegría de sus retoños,
recapacitando que para ser feliz sólo necesitaba poseer hijos a los que brindar
de amor. Él gustaba su habitual taza de café con vistas a la domus dei después de cada sesión semanal
con su psiquiatra, el doctor Dantalion Retcel. Encendida con el sol de la
tarde, semejante al impresionismo de Claude Monet plasmado en la ciudad de
Ruan, la catedral de León fue testigo de su primera conversación. Aurora le
habló de su trabajo como modelo en una fábrica textil de la ciudad y puntualizó
ciertas pinceladas acerca de su origen italiano. Iddio Semyazza, por contra,
reseñó que en sus visitas al doctor Retcel, que corrían por sugerencia de Rigau
Batlle y Jorge el Salvador, unos viejos conocidos suyos, trataba de aplacar las
constantes pesadillas que le hostigaban fruto de sus terribles experiencias en
la Posguerra. A ojos de Aurora Saligia, el señor Iddio Semyazza se reveló como
un individuo inteligente y falto de nerviosismo, con una mirada que atesoraba
malicia y una excepcional capacidad verbal con la que descubrió su autoestima,
quizá algo exagerada, además de su actitud impulsiva. Se presentó también como
alguien solitario y con fácil tendencia al aburrimiento. Arrastraba dos
matrimonios de corta duración por acusaciones de promiscuidad hacia su persona.
Lo último que confesó resultó ser su clara falta de metas realistas a largo
plazo, pero aquellos datos no lo hicieron acaso más irresistible para Aurora.
Durante el crepúsculo de aquella noche las palabras sinceras derivaron en
gemidos intensos. El sexo concluyó el día en que los hilos de la diosa Fortuna
entrelazó sus porvenires. Siete meses más tarde, con un hijo a la espera, se
casaron en la iglesia de Santa Ana en León. Aquel fue el peor de sus errores.
>>Apenas salvadas cinco semanas del nacimiento de Gabriel Semyazza Saligia,
coincidiendo con luna llena, Iddio regresó a su hogar tras la consulta
periódica con el doctor Dantalion Retcel en un estado que rozaba el terror.
Manos temblorosas y pálido rostro. No hubo tiempo para que Aurora averiguase
qué sucedía. Sin ofrecer explicación alguna, Iddio Semyazza arrojó al fogón sus
diarios, documentos y correspondencia particulares y ordenó a su mujer disponer
una maleta con lo indispensable para abandonar la ciudad esa misma noche con la
intención de no regresar jamás. Algo realmente grave sucedía. Sin pausa ni
aliento y muerta de miedo, ella obedeció. Pocas horas antes del alba, la
familia abandonó el hogar ocultados por la oscuridad nocturna. Abrigada por el
llanto, Aurora Saligia apenas pudo enviar una última mirada al domicilio antes
de oír un rumor en la distancia. Dos faros de un par de coches se aproximaban
hacia la casa, situada a las afueras del Barrio del Paraíso, al este del río
Bernesga. Apagaron los focos, pusieron la palanca de cambio en punto muerto y
cerraron el contacto. Rodaron hasta llegar al pórtico del hogar con el
repiqueteo de la gravilla en los neumáticos como único eco en el silencio. Los
coches se detuvieron con el freno de mano y cuatro agentes blandiendo fusiles
emergieron de ellos. El quinto era el cabecilla; un basilisco pertrechado con
ojos de rapaz que lo escrutaban todo con voracidad depredadora. En la gabardina
negra en la que iba enfundado portaba la placa con su nombre. Golijat, se llamaba.
Antonio Serrano Golijat. Con la brasa de su cigarro encendida, se plantó frente
a la puerta. Sus lacayos equipados con una estudiada mirada de desprecio,
detrás.
>>-Nos volvemos a ver,
Semyazza –escupió Golijat.
>>Aurora no logró ver más. Iddio Semyazza la espabiló de su
estancamiento apresurándola para dejar atrás el lugar. Al abrigo de calles
oscuras y desiertas se abrieron paso sin tregua hasta llegar a la estación de
ferrocarril. El último tren de la noche aguardaba en el andén su salida. Aurora
entró con su hijo en brazos en uno de los solitarios vagones mientras su marido
adquiría los billetes. Al poco regresó con ellos y con el corazón en un puño la
familia esperó durante un cuarto de hora a que la locomotora se pusiese en
marcha. Parecía que jamás iba a suceder el milagro cuando el tren comenzó a
deslizarse por la vía alejándose de la ciudad de León con un rumor fatigado.
>>El trayecto fue largo y cansado. Mientras Gabriel Semyazza
dormía, Aurora Saligia exigió a su marido que confirmase si el hombre que visitó
su domicilio era el mismo Antonio Serrano Golijat que diariamente ocupaba una
entradilla de honor en los periódicos a raíz de sus bienaventuradas hazañas en
honor a España. Deseaba desesperadamente que lo negase. El coronel Golijat,
destacado miembro de la Brigada Político-Social y mano derecha de Billy el
Niño, era un huérfano de la Guerra Civil que se había iniciado en la
beligerancia con la División Azul sumando 18 años y que además había combatido
en la Batalla de Berlín. Su tarea en los días del Régimen consistía en reprimir
cualquier movimiento de la oposición al franquismo como el Comunismo o la
Masonería, entre otros. Aurora se lo preguntó de nuevo. Iddio Semyazza la
observó fijamente.
>>-Sí. Lo es.
>>Desesperada, ella rogó una explicación y él le indicó, sin
aparente remordimiento, que no le había revelado todos sus secretos. Los hechos
de su vida pasada antepuestos a 1966 se hallaban eclipsados, confusos, y ni él
mismo los lograba esclarecer de manera precisa. Según parecía, todos los
eventos anteriores a esa fecha se desvanecieron de su mente, como si hubieran
entrado en desuso por algún motivo que él no conseguía recordar. Le dijo que,
recién cumplida Iddio Semyazza la mayoría de edad en el año 67, Antonio Serrano
Golijat, en aquellos días todavía teniente coronel, le condenó a prisión por
evidente psicopatía. Al menos eso alegaba Golijat sobornado por una poderosa
familia que le ansiaba encerrado por asuntos ideológicos. Iddio no era más que
una víctima. En la cárcel de Carabanchel, continuó, amistó con un tal Jorge de
apellido vasco y que más tarde se ganaría el apodo de Jorge el Salvador, y
Rigau Batlle. Semyazza confirmó que eran los mismos que le recomendaron ir al
psiquiatra por sus sombríos e insanos deseos de venganza contra la familia que
le había inculpado de psicopatía. Por el espacio de un año idearon juntos un
plan de fuga que culminó con relativo éxito y que separó sus caminos para
siempre. Huérfano de la maldad humana y desamparado en una España maldita,
Iddio tan sólo existía para con su sentimiento de venganza. Se dejó abrigar por
aquella emoción, señaló, hasta el punto casi de perder la razón. Corrompido y
resguardado en su propia oscuridad, ejecutó su venganza en el Año Nuevo de 1970.
Ningún miembro de la familia sobrevivió a la masacre. Aseguró que la peor parte
la sufrió el patriarca de la estirpe, un varón de la rancia Europa que sostenía
ser descendiente milenario del linaje de Alejandro Helios, hijo de Marco
Antonio y Cleopatra VII. Su cadáver se halló atravesado por la espada con la
que, según sus propias afirmaciones, Marco Antonio se había desposeído de la
vida. En su extremidad superior mordeduras de serpiente. Lo más lóbrego, sin
embargo, residía en la exhibición de su cuerpo; una suerte de macabro tapiz en
el que el patriarca aparecía personificado como un gran sol en el centro de la
habitación. Inmovilizado a través de garfios oxidados que el tiempo había
teñido de color mortecino y que se hundían en la carne de cada una de sus
extremidades sangrantes, los aparentes rayos de sol eran láminas de cobre
atravesando su cráneo, expuesto sobre un gran lienzo azul cielo, referencia
clara a su apellido. Iddio Semyazza, carente de culpabilidad o de cualquier
tipo de remordimiento, evadió a la guardia civil y se asentó en la ciudad de
León consciente de que el coronel Golijat no descansaría hasta verle
ajusticiado. En León estrechó lazos con el doctor Dantalion Retcel, un
individuo educado, inteligente y de exquisito gusto que paseaba con orgullo su
sello narcisista. Experto en su materia, floreció entre ellos un retorcido
apego recíproco. A partir de entonces sus sesiones al psiquiatra fueron
semanales, siempre asistidas por una copa de Château d’Yquem en los labios del
doctor Retcel y el aliento del Réquiem
de Mozart flotando en el aire. En una de las consultas, Semyazza reveló que
lejos del arrepentimiento por sus actos, en verdad ansiaba matar de nuevo. El
psicópata que todo el mundo aseguraba que era, finalmente veía la luz. Su última
sesión se basó en dos noticias. Con la primera el doctor Retcel le declaró su
reciente condición como padre sobre un hijo de igual nombre. En la segunda le
advirtió de la llegada del coronel Antonio Serrano Golijat a la ciudad. De lo
ocurrido a continuación Aurora ya era protagonista.
>>-Esta es mi historia
–dijo él con calma.
Aurora Saligia, que no daba crédito a lo que acababan de escuchar sus
oídos, se levantó en silencio, su hijo en brazos. Su marido la quiso abrazar
pero ella no le dejó. Se fue alejando con pasos cortos y en la siguiente
estación se bajó del tren, en La Coruña.
>>-Te quiero, Aurora –dijo
Iddio Semyazza desde el vagón-. Te lo
prometo.
>>-No te mereces ser amado
–sentenció ella-. No te mereces nada.
>>Se dio la vuelta y se alejó sin volver la vista atrás.>>
* * *
<<Dos largos años transcurrieron hasta el nuevo encuentro entre el señor
Semyazza y su esposa Saligia. Aurora y su hijo se habían establecido en la
ciudad de La Coruña donde ella trabajaba en la industria textil durante las horas
del día. Regresaba a su hogar con la caída de la noche. Antes de acostarse
siempre le regalaba gustosas horas de lectura a su querido Gabriel con obras de
Julio Verne para que su mente, todavía bendita, se entregase a la imaginación.
Los domingos eran sus días de descanso. Salían temprano de casa serpenteando la
costa de Punta Paredes, fronteriza a Illa Aguión y sus dos hermanas Illa do Pé
e Illa do Vandabal, hasta que las últimas luces de la tarde se rendían al
crepúsculo. Fue en una de aquellas caminatas en febrero de 1973 cuando la
señora Saligia advirtió la silueta de Iddio recortándose en el horizonte con la
mirada ausente en el océano. Al eco de los pasos de Aurora y Gabriel, Semyazza
se volvió, una sonrisa triste en los labios y el peso de un mundo entero sobre
él. Los exiguos rayos de sol que se filtraban a través de las negras nubes
revelaron su figura. Pedazos de su piel pendían a jirones como corteza exterior
de eucalipto. Allí donde uñas y dientes le habían abandonado sólo existía
despojos de sangre reseca. Una película de sudor frío enmarcaba un rostro
hundido y unos ojos semiciegos de bruma. Años después Gabriel Semyazza evocaría
la figura de su padre como un vivo diorama de Mark Powell.
>>-Me estoy muriendo, Aurora
–dijo Iddio con la paz de quien ya ha sucumbido.
>>Con la caída de la noche, un cielo negro y sin estrellas, Iddio
Semyazza narró sus dos años de ausencia. Explicó que nunca perdió el contacto
con el doctor Dantalion Retcel y extendieron sus sesiones a una relación
epistolar. Se prometía cada madrugada, con el resplandor del lucero del alba
destellando en el firmamento de tinte aloque, no rastrear a su familia hasta
haberse deshecho de cualquier idea psicópata. Mencionó, además, que, a través
de cartas escritas y leídas, recibidas y enviadas, psiquiatra y paciente
trataron de rescatar los vagos recuerdos antepuestos a 1966. El doctor Retcel
le recordaba en su correspondencia que la mente es algo extraordinario a la vez
que complejo y no puede recordarse lo olvidado hasta estar uno realmente
dispuesto a ello. Por recomendación de su erudito
consejero, continuó, acudió en la ciudad de Dijon al consultorio de la doctora
Bedelia Chilton, colega de profesión de Dantalion Retcel y, como él, amante del
Château d’Yquem. Allí efectuaron varias sesiones de hipnosis regresiva con
positivos resultados. Una suma de terribles recuerdos vio la luz. Éstos
revelaron la imagen de él mismo rendido sobre un espeso charco de sangre
escarlata, los cadáveres de sus tres hermanos, padre y tío a su alrededor. El
doctor Retcel le escribió que, en vista de la inculpación de psicopatía que lo
internó en prisión en el 67, era muy probable que él mismo hubiera perpetrado
ese crimen. En la posdata del escrito le recomendó, asimismo, la lectura de
Robert Hare y Hervey Cleckley, cuyas características clínicas referidas en sus
trabajos concordaban con las suyas. La ausencia de remordimientos habitual de
Iddio Semyazza, sin embargo, no constó en su encuentro con la verdad. Por
primera vez la realidad le resultó dolorosa.
>>Era casi medianoche cuando Aurora le preguntó por su salud. Su
marido suspiró y afirmó que alguien le había envenenado durante su estancia en
Dijon. La señora Saligia sugirió como culpable a Antonio Serrano Golijat,
alegando su sed de venganza. Iddio Semyazza, por contra, le dijo que, entre
todas las torturas por las que Golijat podría optar, el veneno jamás sería una
de ellas. Sonrió y negó. Alguien más le ansiaba muerto y su empresa estaba próxima
al éxito.
>>Llovía copiosamente en las primeras horas de la madrugada. Su
última noche de sexo resultó fogosa y apremiante. La semilla de Iddio
descansaba en el interior de ella. Aurora estaba a punto de sumirse en el sueño
cuando su marido le entregó su único testamento con la mirada nublada.
>>-Golijat todavía anhela
venganza. –Suspiró-. Os buscará…
>>Con las primeras luces del alba, Aurora despertó y comprobó que
su marido no dormía con ella. Sus temores se hicieron realidad. Iddio Semyazza,
como Dios, se había ido para no regresar jamás. Un amanecer, seis semanas más
tarde, cuando la señora Saligia recibió la noticia de su segundo embarazo, los
despojos de un cadáver devorado por tiburones marrajo emergieron en Punta de
Adormideiras, inmediata a la playa de Santo Amaro. Aurora nunca vaciló en
ponerle rostro al cuerpo.>>
* * *
<<El 29 de septiembre
de 1973 Aurora Saligia dio a luz a su segundo hijo y hermano de Gabriel
Semyazza, un varón al que habría de bautizar con un nombre derivado del hebreo
cuyo significado era <<Medicina de Dios>>, con la esperanza de que
todo fuese a mejor a partir de entonces. Se equivocaba. En una cruel ironía del
destino el niño llegó al mundo condenado por una enfermedad y un futuro negro
como los fondos de Caravaggio.
>>La sucesión de
estaciones avivaron el aumento de deudas y miseria mientras la salud de Aurora
se apagaba. Durante el tiempo en que su madre trabajaba, el joven Gabriel le
relataba a su hermano historias que él mismo concebía para abrirle camino a un
mundo de infinitas puertas alejado de la desalmada realidad. Cuando el Sol se
ocultaba por el oeste y el más infante de los Semyazza dormía, Gabriel le
preguntaba a su madre porqué Dios se llevaría a su hermano algún día. Nunca
obtuvo respuesta ya que a la señora Saligia siempre le faltó voz para
contestar.
>>Resistiendo a su anómala
enfermedad, el pequeño Semyazza resultó ser perspicaz e imaginativo como su
hermano Gabriel. Un vínculo muy fuerte les unía y pese a las dificultades de
sus vidas, la felicidad siempre les sonreía. A la edad de cinco
años empezó a interesarse por la invención de historias lúgubres y góticas de
cosecha propia que plasmaba en las páginas de un negro cuaderno raído con el
apoyo de su hermano. Más concretamente, las narraciones giraban en torno a posesiones
demoníacas y ángeles de aspecto maligno que devoraban la felicidad de la gente
a su antojo. Pocos días después de cumplir los seis años anunció su gran
historia que le llevaría a las bibliotecas y estanterías de todo el mundo: el Malleus Maleficarum. La enfermedad, por
su parte, tenía otros planes para él. En apenas un mes, el más infante de los
Semyazza fue consumido por su mal entre espantosos dolores y punzadas de rabia
y frustración arrastrando consigo amargas lágrimas. Gabriel y Aurora, dejando a
un lado sus deberes económicos, permanecieron a su lado hasta el fatal suspiro
final.
>>-Yo escribiré tu historia –musitó Gabriel aferrando su débil mano-. No habrá nadie en el mundo que no conozca tu
novela. Te lo prometo.
>>En un alba de bruma y tristeza, nubes de tormenta lapidaban el
cielo lacrimoso cuando el joven Semyazza fue enterrado en el cementerio de
Santo Amaro entre un bosque irregular de lápidas y mausoleos decorados con
flores muertas que miraban al mar y se alzaban sobre un lodazal de barro
pegajoso. Desde hacía varias semanas, no paraba de caer una llovizna fría y
constante que empapaba la ropa y los rostros de los presentes dispuestos en
torno al féretro que habían acudido con marcha pesada a brindar su último adiós
y su pésame, palabras huecas que se perderían en la prisión eterna del
camposanto. Aquella escena quedaría para siempre grabada en la mente de Gabriel
en una espesa y densa trama de colores deslucidos que se deshacían en un
torbellino existencialista con la figura de su madre en el centro del
angustioso lienzo, con la vista vuelta hacia el cielo en una maldición muda de
dolor e impotencia hacia el dios que le había arrebatado a su pequeño.
>>Pocas semanas después, unos días antes de Navidad, la luz de
Aurora Saligia se apagó en una depresión por la muerte de su hijo que no llegó
a superar. Perdidas las alas, Gabriel descubrió entonces las sombras que habían
tejido su destino urdidas por un dios en el que ya no creía, y escuchó la
tragedia griega de su vida definida por un tono shakespeariano a merced de las
últimas palabras pronunciadas por su madre en su lecho de muerte.>>
Las palabras de Reiyel Aladiah se perdieron en la sombra del viento.
-Esta es su historia, Zoey. La historia de Gabriel Semyazza Saligia, el
ángel que perdió sus alas y fue desterrado del cielo. Por supuesto, aquello no
fue más que el principio. Gabriel Semyazza no tardó en ser internado en el
orfanato donde nos conocimos en la Navidad de 1979 –continuó Reiyel-. Dedicó
todos sus años a partir de entonces a consumar la promesa que le hizo a su
hermano en lo relativo a concluir la novela que él nunca pudo escribir. El Malleus Maleficarum sería su redención.
-¿Su redención para qué?
–pregunté.
Reiyel se encogió de hombros y
se limitó a considerar sus palabras.
-Asimismo, Gabriel me confesó
que la figura de Antonio Serrano Golijat se le aparecía constantemente en sus
pesadillas y apenas le dejaba dormir. Yo le sugerí que, tras tantos años de
ausencia, el coronel Golijat ya habría borrado de su memoria la cacería
Semyazza. Gabriel, por el contrario, se negó a creerme.
-¿Por qué?
-Porque una guerra jamás termina, Zoey –dijo ella-. Quizás desaparezca
el hediondo olor a muerte y sangre en el campo de batalla. Quizás acabe el
conflicto bélico y se alce un bando vencedor. Quizás se alcance la ansiada paz.
Pero todo es un engaño; una enmarañada telaraña tejida de paciencia y maldad
con plena noción de su objetivo: ser una trampa mortal. Recelosa pero acuciosa
con su búsqueda de firmeza, una mosca se posa en la red desconociendo su cruel
destino de ser devorada viva. Metafóricamente hablando, la mosca es la endeble
paz; la falsa telaraña, la base en la que se crea; la monstruosa y despiadada
araña, el ser humano, que nunca olvida. Tras una cruenta contienda, en ambos
bandos perdura un odio recíproco, un deseo de venganza de quién sufre y vive
una guerra en sus propias carnes, un sufrimiento que evoluciona al
aborrecimiento de quién lo ha perdido todo, un… Los ideales que se defienden en
una guerra nunca perecen, Zoey, por eso jamás terminan; son heridas que no
llegan a cicatrizar.
Reiyel Aladiah efectuó una breve pausa y su triste mirada se evadió en
el eco del silencio. Durante ese tiempo encendió un cigarrillo que dejó morir
impoluto en sus dedos. Tras unos minutos de duda, reanudó su crónica.
-Cuando Gabriel terminó de contarme su historia, pesadillas y
resquemores, me observó con una mirada de súplica muda en los ojos. Como
respuesta, me incliné y rocé sus labios en un fugaz beso varado en una
tempestad de sentimientos confusos. Desesperado, Gabriel se echó sobre mí y
lloró el nombre de su hermano. Su voz era un susurro. Su voz era de amor y
desaliento. Su voz imploraba ayuda. Le abracé para consolarle y le prometí que
todo iría bien de ahí en adelante. Estábamos juntos y nada ni nadie nos iban a
separar. Fue así cómo se inició nuestro noviazgo y fue así como llegó el
principio de nuestro fin.
Un largo silencio se interpuso entre nosotros antes de que Reiyel
hablara nuevamente.
-En mi frívola arrogancia llegué a creer que con mi ayuda y la del
tiempo, Gabriel Semyazza volvería a ser aquel niño que había sido una vez hacía
largos años, cuando nos conocimos en la Navidad de 1979. Lo único que
necesitaba era tiempo, me dije aquella madrugada de otoño después de que me
relatase las trágicas efemérides de su vida. Algo, sin embargo, estaba
sucediendo, Zoey, y no me di cuenta de ello hasta que fue demasiado tarde y se
expandió sobre nosotros como tormentoso virus.
>>El tiempo de nuestra historia se estaba agotando.